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  La cuarta letra de nuestro abecedario procede del latín, como casi todas ellas, si bien en este caso podría­mos decir que por casualidad, dado que los fundadores del Imperio Romano, al tomar de los etruscos su escritura, no habrían podido tomar la d, sencillamente porque éstos no conocían el sonido de esa letra. Debemos a la profesionalidad de algún escribano etrusco la inclusión de esta extraña letra en su abecedario, quizá para representar ese sonido que apareciera en palabras dialectales del Sur de Italia.
  Pero donde la letra tuvo importancia fundamental fue en griego (allí llamada delta), y que ellos representaban como un triángulo (recuérdese el delta del Nilo o del Ebro, o, más modernamente, el vuelo en ala-delta), por un antiquísimo valor simbólico que representaba el órgano sexual femenino y, por ende, la fertilidad, protegida bajo el amparo de Deméter (obsérvese la inicial), diosa griega de la tierra y la agricultura. Remontándonos aún más atrás, veremos a la d convertida en el daleth fenicio con el hermoso valor metafórico de \'puerta [de la vida]\' o del dad hebreo, con el valor de \'seno de la mujer\'. El paso de ese triángulo simbólico a nuestra tripuda D mayúscula sólo se debió a la modernización de las técnicas de escritura: en el papiro se puede dibujar mejor que en la dura tablilla.

Diccionario del origen de las palabras. 2000.

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